Retos de la Bioética
La bioética se encuentra en estado de asedio. La investigación avanza con rapidez, abre fronteras, promete conquistas. La bioética va “detrás”, con buena voluntad y con no pocos obstáculos.
¿Cómo valorar los descubrimientos que se suceden con rapidez vertiginosa? ¿Cómo estar al día ante las novedades de los laboratorios y las prisas de los periodistas?
Esta situación de asedio no debería apartar a la bioética de su vocación original: tratar argumentos y problemas que quizá a algunos parecen “viejos”, pero que tocan la vida de millones y millones de personas. Anticoncepción, aborto, comportamientos peligrosos, alcohol, droga, epidemias, desnutrición, uso de medicinas, esterilidad, son temas que conservan una actualidad rabiosa y en los que la bioética tiene que hacer oír su voz, sin quedar atrapada en los problemas de última hora.
Necesitamos, por lo tanto, una bioética de amplio respiro, capacitada para estudiar los temas más novedosos, sin dejar por ello de ofrecer la justa atención a los temas “clásicos” que afectan a la mayoría de la población. El ambiente y la ecología, el sistema sanitario y la relación entre el médico y el enfermo, la diferencia entre tratamientos proporcionados y desproporcionados, han de ser afrontados y discutidos al mismo tiempo que se ofrece un juicio de valor sobre la semiclonación, sobre la transferencia nuclear de material genético humano a óvulos de animales, sobre la ingeniería genética aplicada a los cereales, etc.
Queremos ahora reflexionar sobre algunos importantes retos de la bioética, de hoy y de siempre, porque la bioética no puede quedar encerrada en los temas de última hora, en la noticia que acaba de salir en la prensa mundial. Tiene que afrontar, como algo prioritario, los problemas que más tocan a la vida de la gente, esos de cada día, de cada hora, en la familia y en el trabajo, en el hospital y en la calle.
Consideraremos primero los retos más generales, comunes, “clásicos”, en el contexto del mundo actual. En segundo lugar, veremos algunos nuevos retos de la bioética, “de frontera”, según los avances científicos que son objeto de atención en el mundo periodístico y que tienen gran interés para muchos laboratorios y para los gobiernos, pero que tardarán años, quizá muchos años, antes de llegar a ofrecer aplicaciones concretas para la gente.
I. Retos “clásicos” de la bioética
1. Vida sexual y fecundidad humana
La transmisión de la vida es posible desde la relación sexual potencialmente fecunda entre un hombre y una mujer. Como sabemos, la vida humana tiene no sólo una larga gestación (alrededor de 9 meses), sino que implica un proceso de atenciones y de responsabilidades que involucran por mucho tiempo a los padres después del parto, debido al hecho de que cada hijo nace en una situación muy indigente, necesitado de casi todo. Sobre la indigencia que caracteriza al ser humano y lo hace diferente a la gran mayoría de los mamíferos, cf. L. Prieto, El hombre y el animal. Nuevas fronteras de la antropología, BAC, Madrid 2008.
Los retos bioéticos relativos a la esfera sexual son enormes. Vamos a situarlos en el contexto cultural que viven millones de seres humanos en muchos lugares del planeta.
a. Nos encontramos con sociedades que trivializan la sexualidad y que incluso la fomentan casi sin límites entre los adolescentes, los jóvenes y los adultos.
Por ejemplo, existen programas de “educación sexual” que se limitan casi a una simple información fisiológica, con muy pocos contenidos éticos, y orientados a una meta errónea: “disfruta de tu cuerpo, pero sin violencias y sin correr peligros para tu salud”. En muchos ambientes familiares los padres aceptan este modo de pensar, y lo transmiten a los propios hijos.
En esta perspectiva, parece que los objetivos más importantes a alcanzar serían los siguientes: evitar los embarazos en las adolescentes, y evitar las enfermedades de transmisión sexual (ETS). Las consecuencias de esta mentalidad están a la vista de todos: adolescentes acostumbrados al disfrute sexual sin responsabilidad, jóvenes incapaces de noviazgos maduros, embarazos de chicas jóvenes, matrimonios frágiles, aumento de las ETS, y la terrible opción de muchas mujeres que “solucionan” un embarazo no deseado a través del aborto.
b. De la mano de lo anterior se ha desarrollado la cultura anticonceptiva, en la cual se busca vivir el “sexo seguro” (sin hijos y sin enfermedades), o se controla al máximo la llegada de un hijo para el momento planeado por la pareja (o por la mujer “single”). La cultura anticonceptiva ha llevado a los siguientes resultados: trivialización del sexo, vida matrimonial en crisis, retraso excesivo en la llegada del primer hijo, fuerte disminución de la natalidad (en algunos países se ha llegado ya al “invierno demográfico” y ha empezado a ser visible la disminución de la población), daños reales sobre todo en la mujer (que no consigue tener hijos cuando lo desea, bien por lo avanzado de su edad, bien como consecuencia de todo el arsenal de sustancias y de técnicas anticonceptivas usadas durante años y años). Las profecías de Pablo VI en la encíclica Humanae vitae se han hecho, tristemente, realidad.
c. La ideología de género (se usa con frecuencia el término gender) está marcando profundamente el modo de ver la sexualidad humana, hasta distorsiones que ofuscan su sentido genuino. Según esta ideología, lo sexual dependería de cada uno y estaría desligado de su base natural y de su orientación hacia la vida familiar y hacia la procreación humana. Se llega a este modo de pensar cuando se acoge una incorrecta visión sobre el ser humano y cuando se adopta una actitud de rechazo hacia la ley moral natural.
Aludiendo a la ideología de género, el Papa Benedicto XVI explicaba:
“Lo que con frecuencia se expresa y entiende con el término ‘gender’, se reduce en definitiva a la auto-emancipación del hombre de la creación y del Creador. El hombre quiere hacerse por sí solo y disponer siempre y exclusivamente por sí solo de lo que le atañe. Pero de este modo vive contra la verdad, vive contra el Espíritu creador. Ciertamente, los bosques tropicales merecen nuestra protección, pero también la merece el hombre como criatura, en la que está inscrito un mensaje que no significa contradicción de nuestra libertad, sino su condición. Grandes teólogos de la Escolástica calificaron el matrimonio, es decir, la unión de un hombre y una mujer para toda la vida, como sacramento de la creación, que el Creador mismo instituyó y que Cristo, sin modificar el mensaje de la creación, acogió después en la historia de la salvación como sacramento de la nueva alianza. El testimonio en favor del Espíritu creador presente en la naturaleza en su conjunto y de modo especial en la naturaleza del hombre, creado a imagen de Dios, forma parte del anuncio que la Iglesia está llamada a transmitir. Partiendo de esta perspectiva, sería conveniente releer la encíclica Humanae vitae: el Papa Pablo VI tenía la intención de defender el amor contra la sexualidad como consumo, el futuro contra la pretensión exclusiva del presente, y la naturaleza del hombre contra su manipulación” (Benedicto XVI, discurso a la curia, 22 de diciembre de 2008).
d. Desde los países más ricos diversos grupos de poder financian y apoyan campañas en los países pobres o en vías de desarrollo para que nazcan menos hijos, como si de está manera se promoviese un mundo más rico y más justo. Tales campañas no se quedan en la simple información, sino que llevan a distribuir preservativos, a ofrecer y colocar espirales en las mujeres. En algunos casos, a través de presiones más o menos directas, se obliga a las mujeres a esterilizarse, o las esterilizan sin su consentimiento. No faltan quienes incluyen, en estas campañas, el recurso al aborto como si se tratase de un método válido para evitar el nacimiento de los hijos.
Frente a esta mentalidad antivida y frente al mito que ha establecido la ecuación “más hijos = más pobreza; menos hijos = más riqueza”, el Papa Benedicto XVI expresó un juicio de gran actualidad:
“La pobreza se pone a menudo en relación con el crecimiento demográfico. Consiguientemente, se están llevando a cabo campañas para reducir la natalidad en el ámbito internacional, incluso con métodos que no respetan la dignidad de la mujer ni el derecho de los cónyuges a elegir responsablemente el número de hijos y, lo que es más grave aún, frecuentemente ni siquiera respetan el derecho a la vida. El exterminio de millones de niños no nacidos en nombre de la lucha contra la pobreza es, en realidad, la eliminación de los seres humanos más pobres. A esto se opone el hecho de que, en 1981, aproximadamente el 40% de la población mundial estaba por debajo del umbral de la pobreza absoluta, mientras que hoy este porcentaje se ha reducido sustancialmente a la mitad y numerosas poblaciones, caracterizadas, por lo demás, por un notable incremento demográfico, han salido de la pobreza. El dato apenas mencionado muestra claramente que habría recursos para resolver el problema de la indigencia, incluso con un crecimiento de la población. Tampoco hay que olvidar que, desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta hoy, la población de la tierra ha crecido en cuatro mil millones y, en buena parte, este fenómeno se produce en países que han aparecido recientemente en el escenario internacional como nuevas potencias económicas, y han obtenido un rápido desarrollo precisamente gracias al elevado número de sus habitantes. Además, entre las naciones más avanzadas, las que tienen un mayor índice de natalidad disfrutan de mejor potencial para el desarrollo. En otros términos, la población se está confirmando como una riqueza y no como un factor de pobreza” (Benedicto XVI, Mensaje para la celebración de la jornada mundial de la paz, 1 de enero de 2009, n. 3).
e. Frente a esta situación, la bioética está llamada a descubrir las raíces antropológicas correctas con las que mostrar y justificar los valores relativos a la procreación y a la sexualidad, para enseñar la importancia de la “ecología del hombre” de la que habló Benedicto XVI en el discurso antes citado del 22 de diciembre de 2008. Para ello, hace falta proponer una educación en la que la virtud de la castidad sea vista como ayuda para vivir en su verdadero sentido la condición sexual de los hombres y de las mujeres. Al mismo tiempo, resulta urgente defender el valor del matrimonio y de la familia como lugares propios para la transmisión de la vida, algo que no se limita a la grandeza y maravilla de la procreación, sino que conlleva una serie de tareas educativos a diversos niveles (humano, intelectual, higiénico, social, religioso) durante los primeros años (y no sólo en esos años) de vida de los hijos.
2. Aborto
Las ideologías que han promovido el desenfreno sexual, que han visto el embarazo como una carga para las mujeres, que han considerado el nacimiento de hijos como causa de la pobreza en muchas familias, han fomentado en casi todo el mundo la mentalidad pro aborto.
Hasta hace pocas décadas, ideas religiosas (especialmente debidas al cristianismo) y de otro tipo llevaron a muchos países a considerar el aborto como un delito. A partir de la mitad del siglo XX, el mundo moderno ha visto una tendencia inversa y creciente a favor de la legalización del aborto.
La estrategia seguida para lograr el aborto mal llamado seguro y legal (no puede ser llamado “seguro” un acto que busca la muerte de un hijo) ha sido parecida en algunos países. Primero se pedía despenalizar el aborto en los casos extremos (cuando la mujer había sido violada o cuando corría grave riesgo de morir por el embarazo). Luego se aprobaba el aborto para más casos (de tipo psicológico, económico, etc.), sobre todo para combatir el aborto clandestino y sus secuelas (por ejemplo, la muerte de mujeres que abortaban en lugares sin los requisitos higiénicos necesarios).
Al final se solicitaba el aborto legalizado (incluso a veces financiado con dinero del estado) para la mayor parte de los casos. En algunos países se ha llegado a pedir el aborto totalmente libre durante las primeras semanas del embarazo, es decir, sin tener que aducir ningún motivo para solicitarlo. No han faltado lugares donde el aborto ha sido impuesto desde el gobierno como medio para detener el aumento de la población, con la consiguiente supresión masiva de miles y miles de inocentes. En otros lugares el aborto se ha convertido en práctica ordinaria para eliminar a los fetos femeninos, porque los padres preferían tener un hijo y no una hija.
En muchos países del “mundo libre”, es posible abortar por los motivos más triviales. Hay quien aborta para poder ir de vacaciones, o para conservar la línea, o si el hijo tiene labio leporino, o si tiene una raza que pondría en graves apuros la fama de la madre. La mayoría de las veces los motivos parecen más “serios”, pero nunca un ser humano debería solucionar los propios problemas a través de la eliminación de otro ser humano, especialmente si ese “otro” es el propio hijo.
La bioética no puede limitarse a describir esta situación. Necesita promover una reflexión sana y unos principios éticos justos para revertir la tendencia que ha llevado a la difusión del aborto, y para lanzar campañas de información y de ayuda a todos, especialmente a las mujeres, para reconocer el valor de la vida; es urgente poner en marcha más ayudas concretas y eficaces para aquellas mujeres que viven el embarazo en situaciones de especial dificultad.
Al mismo tiempo, es urgente mejorar la asistencia (todavía muy insuficiente) a quienes ya han incurrido en el aborto, de forma que puedan sanar su corazón y orientar sus energías interiores para promover el bien y para ayudar eficazmente a otras mujeres que viven con dificultad la propia experiencia del embarazo o de la maternidad.
3. Problemas de comportamiento
Aunque sea de una forma breve, es necesario recordar que la bioética también tiene que hablar sobre los peligros para la vida o para la salud de la persona que son consecuencia de comportamientos elegidos libremente. En concreto, la bioética está llamada a pronunciarse sobre la seguridad en el trabajo, sobre la sana alimentación, sobre el peligro en las carreteras, sobre el abuso de sustancias como pueden ser la droga, el alcohol y el tabaco, sobre los “deportes extremos”, y un largo etcétera.
Numerosos comportamientos ponen en peligro no sólo la propia integridad física, sino también la de otras personas. Por eso hace falta promover una cultura de la prudencia, de la seguridad, del cuidado, que venza la inercia de sociedades en las que el riesgo llega a ser presentado incluso como un reto o como un camino para la autoafirmación. Igualmente, la bioética tiene que seguir con atención de qué manera el mundo del trabajo puede ganar en seguridad para evitar accidentes y situaciones de peligro que dejan miles y miles de heridos y de muertos cada año.
Un capítulo importante se refiere al abuso de sustancias que provocan la pérdida de la propia conciencia y responsabilidad moral, además de producir enormes daños a nivel físico, psíquico y social. La droga y el alcohol necesitan una atención más incisiva y eficaz por parte de los estudiosos de bioética, para así indicar a la sociedad qué medios concretos ayudan a erradicar los males del alcoholismo y de la drogadicción en millones de seres humanos.
Ciertamente, estos temas tocan en lo profundo toda la vida social. No basta con avisar de los peligros y denunciar los actos que dañan a la gente. Hay que saber dialogar con las autoridades públicas, con los educadores, con las familias, para que se transmitan aquellos valores y aquellas virtudes que preparan a los niños y adolescentes a ser responsables y a evitar comportamientos que luego se pagan a un precio excesivamente alto.
Igualmente, es necesario ofrecer la asistencia necesaria a tantas personas que han sucumbido por causa de un accidente o por vicios arraigados, de forma que la sanidad pública y los grupos sociales puedan ayudarles y acompañarles a alcanzar la curación (donde sea posible) o a convivir con la enfermedad de modo digno y adecuado.
La prevención será mucho más eficaz si está acompañada de una buena enseñanza sobre la higiene, el deporte, las maneras correctas de comer, etc. Millones de personas en algunos países pobres sufren por enfermedades debidas a una nutrición poco balanceada o al consumo de agua en malas condiciones, o simplemente por culpa de la falta de alimentos. En cambio, en los países “desarrollados” son millones los que padecen problemas surgidos a causa de la obesidad.
Tener presente esto puede llevar a un cambio radical en los estilos de vida y a mejoras profundas en muchos pueblos y aldeas donde ahora se sobrevive de modo muy precario, y puede abrir los ojos a muchas personas que están a veces obsesionadas por los costosos progresos médicos de la medicina para pocos (en los países ricos) y muy poco interesadas por la situación en la que viven hermanos nuestros abrumados por la pobreza y la falta de cultura.
4. Medicina y atención a los enfermos
El tema de la enfermedad ocupa un lugar privilegiado en los estudios bioéticos, en parte porque la bioética profundiza y amplía la así llamada deontología médica, y en parte porque la ética de la vida tiene que ayudar en la búsqueda de respuestas correctas a la hora de afrontar la enfermedad, propia o ajena.
Como acabamos de ver, muchas enfermedades surgen desde comportamientos humanos responsables o desde situaciones de pobreza. Todo ello explica el que millones de personas contraigan enfermedades que podrían haber sido evitadas con relativa facilidad con vacunas (como la de la poliomielitis), con una mayor higiene y con una dieta mejor equilibrada. Además, muchas personas que contraen o que heredan ciertas enfermedades no reciben la atención debida, sea por falta de medicinas, sea porque los equipos médicos son insuficientes para cubrir todas las necesidades que surgen (por motivos de pobreza o de mala organización: hay países ricos en los que una cita médica sólo se consigue después de meses de espera).
Todos los seres humanos, también quienes viven en una situación económica más favorecida, están bajo la constante amenaza de la enfermedad: llega a todas las edades y a veces en forma totalmente imprevista. Existen, es verdad, hospitales con tratamientos muy sofisticados, pero los costes están creando serios problemas tanto a nivel particular (el enfermo y su familia) como a nivel social. El estado tiene la misión de ayudar en todo lo que fuera posible para que los avances médicos estuviesen disponibles para todos, pero la situación económica concreta de muchos países impone opciones de ahorro que crean problemas humanos concretos, a veces muy dramáticos, en aquellas personas que no tienen los medios para pagar los gastos necesarios para una buena atención sanitaria.
Un dato relevante que ha surgido en las últimas décadas consiste en el hecho de que, en los países más desarrollados, y en países en vías de desarrollo, se ha dado un notable alargamiento de la esperanza de vida. Este fenómeno ha traído consigo un aumento cada vez más consistente de enfermedades propias de la ancianidad, lo cual implica dificultades de peso en la vida familiar y exige a la sociedad una mayor inversión (no sólo económica) para atender el número elevado de enfermos crónicos. Como ejemplo, bastaría recordar las muchas familias que cuidan a ancianos afectados durante años y años por el Alzheimer o por otras enfermedades que disminuyen enormemente la autonomía de las personas.
Esta situación ha llevado al resurgimiento de grupos que piden la legalización de la eutanasia, pues con la misma, según los defensores de la “muerte dulce”, se evitarían sufrimientos físicos y psicológicos prolongados en el tiempo; y porque (este motivo tiene un peso mayor del que aparece en la prensa) se ahorrarían importantes cantidades de dinero público que ahora los gobiernos tienen que destinar a la atención de la población de más edad o a los enfermos “terminales”.
Una temática que ha recibido gran atención desde los últimos años es la que ha surgido con la aparición del SIDA (en inglés, AIDS) y con el resurgimiento de otras enfermedades de transmisión sexual (ETS), como vimos al hablar de la sexualidad humana. El SIDA es, en la actualidad, una epidemia que afecta la vida de millones de personas, especialmente en el África subsahariana, aunque también en otras partes del planeta, hasta el punto de provocar un número muy elevado de muertes y una disminución sensible de la esperanza de vida en los países más afectados.
Corresponde a la comunidad internacional y a los gobiernos locales tomar aquellas medidas eficaces y éticamente aceptables que permitan evitar nuevos contagios y que lleven a una atención adecuada a los enfermos. Es una injusticia lamentable constatar cómo en los países más ricos quienes han sido contagiados por el virus del SIDA reciben una asistencia médica bastante buena (aunque no en todos los casos), mientras que en los países más pobres carecen de medicinas básicas.
Respecto de la prevención, conviene recordar que la mejor manera de evitar el contagio consiste en modificar aquellos comportamientos que difunden la enfermedad. Una educación a la castidad y a la fidelidad conyugal, como ha sido ya comprobado en algunos lugares de África, lleva a resultados positivos y respeta principios éticos válidos también ante circunstancias más difíciles.Sobre el modo correcto de afrontar el SIDA en el contexto de una válida visión sobre la sexualidad humana y la vida familiar, cf. A. López Trujillo, Los valores de la familia contra el sexo seguro (1 de diciembre de 2003), en www.vatican.va, link breve http://tinyurl.com/cne9u4.
Conviene añadir aquí que la atención ofrecida al SIDA no debería provocar una desatención hacia otras enfermedades sumamente perniciosas y que afectan a millones de personas, como la malaria, la disentería o la tuberculosis, algunas de las cuales podrían disminuir drásticamente con mejoras higiénicas y con acciones concretas sobre las causas, en vez de haber aumentado en las últimas décadas como ha ocurrido en algunos lugares del planeta. En este sentido, buscar maneras eficaces para detener e incluso erradicar la transmisión de la malaria en las zonas más pobres, como ha sido posible en lugares donde la enfermedad estaba muy arraigada, es una obligación que afecta a toda la comunidad humana.
La búsqueda de una atención integral al enfermo y la salvaguarda del sentido genuino del actuar de los profesionales sanitarios llevan a la bioética a desarrollar, profundizar y mejorar (donde haga falta) los códigos deontológicos formulados desde hace siglos en el mundo de la medicina. A la vez, hace falta una profunda reflexión para comprender el sentido y lugar de la enfermedad en la existencia humana, según una visión ética y antropológica correcta, que ayude a descubrir que nunca una discapacidad puede convertirse en un motivo para olvidar la dignidad de la persona enferma. El profesional sanitario, la familia y la sociedad, están llamados a ofrecer aquellas atenciones que correspondan mejor a cada caso, en el respeto de los principios de justicia y de beneficencia, y con una actitud de escucha de las peticiones legítimas que pueda formular el mismo enfermo, el cual no puede ser tratado, como recordaba desde su experiencia como paciente el Papa Juan Pablo II, simplemente como alguien que sólo obedece, sino como parte activa en las decisiones sanitarias.
Para ello, en casi todo el mundo urge revisar y mejorar los sistemas sanitarios en sus distintos niveles, para ofrecer consultas médicas eficaces y ágiles, para organizar los hospitales de modo realmente humano y acogedor, para acompañar a los enfermos también en sus hogares con una asistencia eficaz, para subvencionar, en los casos que lo ameriten, los costos de aquellos tratamientos básicos que necesitan los más pobres. Resulta una injusticia a erradicar el que todavía en algunos lugares no se atienda a un enfermo necesitado de una atención urgente si no muestra su tarjeta de crédito o si carece de documentos exigidos por quienes dirigen un centro sanitario.
Un capítulo importante se refiere al modo de tratar a los enfermos en su última fase (los así llamados enfermos “terminales”), y a las opciones médicas a adoptar respecto de los mismos. Como criterio general, hay que evitar dos extremos sumamente perniciosos. El primer extremo consiste en el ensañamiento terapéutico, entendido como esfuerzo por prolongar inútilmente y a un costo muy elevado (de dolor físico y espiritual) un proceso de muerte a través de intervenciones médicas excesivas. El segundo extremo sería la aceleración de la muerte a través del abandono terapéutico o incluso a través de acciones orientados directamente a provocar la muerte del enfermo (es decir, a través del recurso a la eutanasia). Frente a estos dos extremos hace falta recurrir a una buena medicina, en la que tienen una importancia cada vez mayor los así llamados “cuidados paliativos”, y a un trato integral (familiar, espiritual) que ofrezca al enfermo las atenciones debidas a su situación y según su dignidad intrínseca.
Sería necesario mencionar otros aspectos de la medicina que harían demasiado largo el presente trabajo, especialmente respecto a las obligaciones de los médicos y de todos los que tienen alguna responsabilidad, directa o indirecta, hacia los enfermos, inclusive las compañías farmacéuticas. Como ayuda para tener una visión general sobre esta temática es de gran utilidad la lectura de algunos documentos recientes de la Iglesia. En concreto, recordamos tres: el primero, publicado en 1995 por el Pontificio Consejo para la Pastoral de los Agentes Sanitarios, que tiene por título Carta de los agentes sanitarios, con numerosas referencias a otros textos y documentos de interés; el segundo, la encíclica de Juan Pablo II, Evangelium vitae (1995), con importantes reflexiones sobre la enfermedad y el valor del enfermo; el tercero, sumamente actual por su hondo valor teológico, la Carta apostólica del mismo pontífice que lleva como título Salvifici doloris (1984), sobre el sentido y valor del sufrimiento humano.
5. Transplantes de órganos y muerte cerebral
Las investigaciones sobre los transplantes de órganos y tejidos, a partir de la segunda mitad del siglo XX, han abierto nuevos horizontes al mundo de la medicina. Gracias a estas investigaciones, resulta posible “salvar” la vida de miles de personas que, de otra manera, morirían en poco tiempo por problemas de diverso tipo. Ello ha generado una importante demanda de órganos que muchas veces no encuentra una oferta suficiente para atender las necesidades de todos.
Esta situación origina nuevos problemas a la bioética. ¿Cuándo se puede realizar un transplante de órganos? ¿Cómo obtener órganos vitales, como el corazón o el hígado? ¿Según qué criterios se seleccionan a los destinatarios de un transplante cuando existen muchas peticiones y pocos órganos disponibles?
La fuerte demanda de órganos ha provocado, en casos aislados pero tristemente reales, una de las situaciones más injustas del mundo moderno: la compra o el robo de órganos. Personas de los países más pobres sucumben, bajo la desesperación que les agobia, a las ofertas de quienes les ofrecen un puñado de dinero a cambio de un riñón o de sangre. Otras veces son secuestrados niños o jóvenes con el fin de arrancarles algún órgano, algo que a veces llega a convertirse en un crimen en toda regla. En ocasiones, personas víctimas de un accidente de tráfico o de trabajo no son reanimadas adecuadamente porque llevaban una tarjeta que las declaraba potenciales donadores de córneas o de otras partes de su cuerpo; de este modo, se provoca su muerte y se aprovechan sus órganos para satisfacer las necesidades. Para paliar estos problemas, los gobiernos y los organismos internacionales están llamados a poner en marcha acciones eficaces de forma que se haga imposible un tráfico de órganos que tanto ofende la dignidad humana.
Junto a los anteriores problemas, se ha generado un amplio debate sobre la manera correcta de definir la muerte de un posible donante, pues las técnicas de reanimación y una serie de aparatos muy sofisticados pueden mantener en una “vida aparente” cuerpos humanos que en realidad podrían estar ya muertos. Las discusiones en torno a la noción de muerte cerebral o muerte encefálica (en sus distintas variantes y según parámetros no uniformes entre los estudiosos) muestran lo complejo de la situación, y lo urgente que es establecer una serie de principios básicos para garantizar el respeto que merece cualquier ser humano mientras viva. Sería sumamente grave establecer criterios erróneos que permitan declarar la muerte de quien todavía está vivo para obtener órganos “frescos” y en buen estado.
Sobre este punto, el Papa Benedicto XVI ofreció unas ideas que vale la pena tener presentes:
“La ciencia, en estos años, ha hecho progresos ulteriores para constatar la muerte del paciente. Es bueno, por tanto, que los resultados alcanzados reciban el consenso de toda la comunidad científica para favorecer la búsqueda de soluciones que den certeza a todos. En un ámbito como éste no se puede dar la mínima sospecha de arbitrio y, cuando no se haya alcanzado todavía la certeza, debe prevalecer el principio de precaución. Para esto es útil incrementar la búsqueda y la reflexión interdisciplinar de manera que se presente a la opinión pública la verdad más trasparente sobre las implicaciones antropológicas, sociales, éticas y jurídicas de la práctica del transplante. En estos casos, de todos modos, debe asumirse como criterio principal el respeto por la vida del donante de manera que la extracción de órganos sólo tenga lugar tras haber constatado su muerte real (cf. Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, n. 476)” (discurso de Benedicto XVI a los participantes en el congreso internacional sobre el tema “Un don para la vida. Consideraciones sobre la donación de órganos”, 7 de noviembre de 2008).
Si hasta ahora hemos evidenciado algunos problemas, es importante subrayar la parte positiva: hace falta promover una cultura de la donación bien entendida. El gesto por el cual un ser humano ofrece una parte (sin poner en peligro su propia vida) de sí mismo al dar sangre o al poner a disposición un órgano no vital muestra el aprecio hacia la dignidad de quien vive bajo una enfermedad grave y espera un transplante que pueda ofrecer una ayuda para su situación. En el discurso apenas citado, el Papa invitaba a la promoción de una cultura que permita hacer un buen uso de los progresos en este nuevo ámbito de la medicina:
“La senda que hay que seguir, hasta que la ciencia descubra nuevas formas posibles y más avanzadas de terapia, tendrá que ser la de la formación y difusión de una cultura de la solidaridad que se abra a todos sin excluir a nadie. Una medicina de los trasplantes coherente con una ética de la donación exige el compromiso de todos por invertir todo esfuerzo posible en la formación y en la información para sensibilizar cada vez más a las conciencias en un problema que afecta diariamente a la vida de muchas personas. Será necesario, por tanto, superar prejuicios y malentendidos, disipar desconfianzas y miedos para sustituirlos con certezas y garantías, permitiendo que crezca en todos una conciencia cada vez más difundida del gran don de la vida”.
6. Problemas relativos al ambiente y a la ecología
La bioética tiene mucho que decir frente a los temas relativos al ambiente y a la ecología. El desarrollo tecnológico moderno ha generado nuevos problemas debidos a diversos factores, como el abuso de recursos naturales de por sí limitados, la alteración de equilibrios climáticos, la contaminación atmosférica, la generación de deshechos de difícil eliminación o de alta toxicidad, la desaparición de especies vivientes (plantas o animales), y un largo etcétera.
Además, nuevas tecnologías permiten intervenir sobre los seres vivos, hasta el punto de modificar el genoma de animales y plantas. Es cierto que los cruces genéticos y la invención de especies ya se ha dado en el pasado, pero las posibilidades actuales son enormes, y exigen por lo mismo un mayor sentido de responsabilidad. Ello no significa generar miedos irracionales o situaciones de pánico ante conquistas que resultarían benéficas para el hombre y para el mismo ambiente (especialmente en algunos países pobres, que pueden ser ayudados, por ejemplo, a través de semillas genéticamente modificadas y adaptadas a su situación), ni tampoco crear el extremo opuesto, que lleva a considerar que todo lo técnicamente posible es de por sí lícito, sin sopesar con prudencia las repercusiones a corto y a largo plazo que la aplicación de una nueva biotecnología produzca en los complejos equilibrios de la vida terrestre.
La preocupación por el ambiente y la ecología nace de una exigencia ética fundamental: el planeta Tierra es el habitáculo donde transcurrimos la etapa temporal de nuestra existencia humana. El hombre no es un dueño despótico de la creación, sino el administrador y custodio de un patrimonio de vida que viene del mismo Dios y que nos permite gozar de salud, de alimentos, y de la compañía de tantas bellezas entre los animales y las plantas que viven a nuestro lado.
Ciertamente, la preocupación ecológica no puede llevar a un menoscabo de las obligaciones fundamentales que tenemos hacia el ser humano. Sería absurdo, pero no es difícil que ocurra, que se organicen movilizaciones populares en favor de los bosques mientras se guarda un silencio cómplice ante la existencia de clínicas donde cada año son abortados cientos (a veces miles) de seres humanos. Como también sería absurdo invertir millones de dólares o de euros para limpiar un río mientras en las orillas del mismo mueren cada año cientos (o miles) de personas por carecer de las medicinas básicas para el tratamiento de la malaria.
La bioética tiene, por lo tanto, que estudiar y proponer soluciones para tutelar el ambiente en el que vivimos. Sobre esto, el Papa Benedicto XVI indicaba lo siguiente:
“La conservación del medio ambiente, la promoción del desarrollo sostenible y la atención particular al cambio climático son cuestiones que preocupan mucho a toda la familia humana. Ninguna nación o sector comercial puede ignorar las implicaciones éticas presentes en todo desarrollo económico y social. La investigación científica demuestra cada vez con más claridad que el impacto de la actividad humana en cualquier lugar o región puede tener efectos sobre todo el mundo. Las consecuencias del descuido del medio ambiente no se limitan a la región inmediata o a un pueblo, porque dañan siempre la convivencia humana, y así traicionan la dignidad humana y violan los derechos de los ciudadanos, que desean vivir en un ambiente seguro” (Mensaje de Benedicto XVI a los participantes en el VII Simposio sobre “Religión, ciencia y medio ambiente”, 1 de septiembre de 2007).
II. Algunos nuevos retos para la bioética
Vamos ahora a ofrecer una visión ágil de algunos problemas “de frontera”, de temáticas que han surgido desde los progresos de la investigación científica y que, sin que toquen a números grandes de la población (aunque a veces sí afectan a muchas personas), son objeto de atención continua en los debates bioéticos por la presión de algunos grupos de investigadores y compañías farmacéuticas, apoyados por los medios de comunicación, y por las esperanzas que se han generado en la sociedad desde las informaciones casi constantes sobre los nuevos horizontes de la medicina. De modo especial, nos centraremos en los temas que se refieren a la fase inicial de la vida humana y a los últimos descubrimientos en el ámbito de la medicina reparadora.
1. La fecundación artificial
No buscamos ahora esbozar un cuadro global de los continuos progresos que se han dado en el ámbito de la reproducción artificial, sobre todo desde que se empezó a aplicar la fecundación “in vitro” a la especie humana, una práctica que tiene como punto de arranque simbólico el nacimiento de la primera “bebé probeta” (Louise Brown) en 1978.
Una vez que la técnica se ha introducido ampliamente en el mundo de la procreación humana y que ha generado grandes esperanzas entre quienes desean tener un hijo, millones de personas han recurrido y siguen recurriendo a las clínicas de fertilidad. En muchos casos, se trata de parejas (casadas o en unión libre) afectadas por diversos problemas de esterilidad. En otros casos, sobre todo desde hace pocos años, también acceden parejas que no quieren tener un hijo con una enfermedad genética determinada, o que desean conseguir con certeza un hijo dotado de ciertas características escogidas previamente (según motivos “médicos” o de otro tipo).
Para contentar al mayor número posible de personas, los investigadores ofrecen diversos caminos para alcanzar el resultado solicitado por los padres (o por una mujer en solitario). La lista de posibilidades técnicas es larga: inseminación artificial (homóloga o heteróloga), fecundación in vitro (con la posibilidad de congelar a los “embriones sobrantes”) con sus diversas variantes (ZIFT, TET, ICSI, SUSM), diagnóstico preimplantatorio, donación de embriones y de óvulos, etc.
Los gobiernos y los parlamentos han intervenido, en ocasiones con poca competencia técnica y con escasa atención a los principios éticos en juego, para regular este nuevo ámbito de la medicina. La línea seguida en muchas leyes ha sido la de contentar al mayor número posible de personas, dejando de lado el respeto debido a la vida o la salud de los embriones, u olvidando cuál sea la modalidad correcta de ayudar (no sustituir) a los padres en su dimensión procreadora.
En esta carrera por contentar todas las peticiones, no se ha ofrecido la suficiente atención al tema que sería más importante: el problema de la esterilidad. La mayor parte de las técnicas usadas no curan la esterilidad, sino que establecen un dominio del laboratorio sobre la generación de nuevas vidas humanas.
Los resultados han sido y siguen siendo dramáticos. Aunque han nacido miles y miles de niños gracias a la fecundación in vitro, se calcula que en muchos casos por cada niño nacido con la FIVET o la ICSI han fallecido, en el camino, unos nueve embriones. Se ha llegado a peticiones absurdas y discriminatorias: se pide un niño de una raza determinada, o con un ADN concreto; o incluso, el caso fue real, se llegó a solicitar la “producción” de un hijo que fuese completamente sordo para contentar a una pareja de lesbianas que también eran sordas.
Cientos de miles de embriones están congelados a más de 190 grados bajo cero en espera de lo que decidan sus padres, o se encuentran en estado de completo abandono. Se crean debates jurídicos sumamente complejos, por ejemplo si un hijo quiere saber quién fue su padre (un donador anónimo de esperma), o si una lesbiana exige ser pagada por el padre (legalmente anónimo) de un hijo obtenido a través de inseminación artificial, o si una mujer que donó sus óvulos quiere luego conocer la identidad de los hijos nacidos gracias a ella.
Ante esta situación, es necesario un esfuerzo serio y eficaz, a través de una educación capilar y de leyes bien elaboradas, para que ningún hijo empiece a existir como simple resultado de la intervención técnica, y para que nunca sean usados, en la procreación, gametos de donadores anónimos. En otras palabras, hace falta una campaña orientada a suprimir las técnicas de fecundación extracorporal (sobre todo las más usadas, FIVET e ICSI) y a prohibir la donación de esperma o de óvulos.
La Iglesia ha intervenido ampliamente en estas temáticas con dos instrucciones de la Congregación para la doctrina de la fe. La primera, titulada Donum vitae, fue publicada en febrero de 1987. La segunda, Dignitas personae, apareció en diciembre de 2008 y supuso una actualización de lo ya indicado en 1987 a la luz de los nuevos problemas en el ámbito de las técnicas reproductivas y de otros descubrimientos científicos.
Presentar de modo adecuado por qué muchas técnicas de fecundación artificial violan el respeto debido al embrión en su vida/salud y en el modo correcto de transmitir la vida (en el matrimonio, como fruto del amor, entre los esposos) es uno de los grandes retos de la bioética. Al mismo tiempo, será de gran ayuda educar a los jóvenes y a los adultos en el respeto hacia la fecundidad, indicando qué comportamientos pueden dañar el funcionamiento correcto del propio sistema reproductivo, y cuáles permiten conservarlo en buenas condiciones, lo cual llevaría a una disminución notable de la esterilidad y de la infertilidad. Ello no implica dejar de lado la investigación sobre aquellas técnicas que permitan curar a las parejas que no pueden tener hijos, siempre que tales técnicas respeten el sentido genuino de la procreación humana.
De la mano de lo anterior, es urgente mejorar los sistemas de adopción de forma que pueda ofrecerse a tantos miles de hijos abandonados el cariño de parejas que los acogerán con un profundo sentido de responsabilidad, según un criterio que recomiendan algunos especialistas en el tema: la adopción es dar un hijo a unos padres, pero sobre todo es dar unos padres a un hijo.
2. Células madre (troncales) y medicina regenerativa
Una de las fronteras más recientes de la medicina contemporánea consiste en la búsqueda de caminos para reparar órganos y tejidos humanos que hayan sufrido daños por diversas causas (enfermedades o accidentes). Para ello, se está trabajando, y ya se ha llegado a algunas aplicaciones concretas, en el estudio de cultivos de diversas líneas celulares. Tocamos así el tema de las investigaciones con células madre o células troncales (en inglés, Stem cells), un ámbito relacionado con las posibles aplicaciones que tales investigaciones tendrán en el ámbito de la medicina regenerativa.
La bioética se encuentra ante estudios y experimentos de no fácil comprensión y con noticias que provocan en la opinión pública un vivo interés, en parte por las esperanzas de curación ante enfermedades sumamente graves (como el Alzheimer), en parte por los debates ante los medios usados para obtener células madre.
De un modo genérico, podemos decir que las células madres pueden tener dos orígenes: desde células extraídas de individuos con un suficiente desarrollo fisiológico (fetos, niños, adultos), o desde células obtenidas a través de la destrucción de embriones. Las primeras reciben el nombre de células madre adultas, y las segundas son conocidas como células madre embrionarias. Podrían darse más posibilidades, por ejemplo, conseguir células madre desde embriones sin destruirlos, o “reprogramar” (desespecializar) células madre adultas hasta convertirlas en células madre embrionarias, etc.
Aquí podemos ofrecer un criterio que vale, en general, para cualquier tipo de experimentación: nunca puede ser justo un experimento que implique daños graves en los seres humanos que participen en tal experimento. Este criterio se aplica en dos perspectivas: no es correcto perjudicar (o incluso destruir) la vida de un ser humano en vistas a curar (potencialmente) a otro; y no es correcto poner en marcha un experimento potencialmente terapéutico para un enfermo si los riesgos del mismo son muy elevados, tanto que llegarían a neutralizar los beneficios esperados.
Desde esta perspectiva, resulta claro que nunca será justo obtener células madre embrionarias desde la destrucción de embriones. Todos aquellos grupos de presión que piden con insistencia que sea posible usar los mal llamados “embriones sobrantes” están simplemente defendiendo que unos seres humanos tengan permiso para destruir y usar como si se tratase de animales de laboratorio a otros seres humanos, los más débiles, los más frágiles, los más necesitados: los embriones.
Igualmente será injusta cualquier técnica que intente producir embriones humanos simplemente para usarlos (y destruirlos) luego en diferentes tipos de experimentos. Como también es injusto cualquier experimento que implique manipular óvulos hasta el punto de activarlos a través de una transferencia nuclear o de otra manera, si no existe certeza (una certeza difícilmente alcanzable) que tales óvulos no se han convertido en embriones humanos, aunque estén tan “dañados” que sea imposible que se desarrollen de modo correcto. La breve existencia de un embrión, intencionalmente “fabricado” como no viable según la técnica usada, no otorga ningún permiso para usarlo como objeto, como material biológico de interés para los laboratorios.
Respecto de las células madre adultas (obtenidas desde seres humanos suficientemente desarrollados) hay muchas esperanzas y no existen objeciones éticas graves, pues en principio resultaría posible obtenerlas sin provocar daños en el donante. Queda por recordar que el uso de tales células supone haber alcanzado la certeza suficiente (dentro de los límites de la ciencia empírica) de que no se vayan a producir daños en quienes las reciban en un transplante.
Para este tema, como para cualquier experimentación realizable desde seres humanos y sobre seres humanos, vale la idea según la cual no todo lo técnicamente posible se convierte de modo automático en algo moralmente aceptable, según una fórmula que aparece en la instrucción Donum vitae. Contamos, además, con un juicio autorizado en la instrucción Dignitas personae, que habla sobre las células madre en los nn. 31-35, y que ofrece los criterios éticos sobre este nuevo ámbito de la investigación biomédica.
La documentación sobra las células madre es enorme. Como fuente informativa y como reflexión ética es útil el siguiente estudio: J. Suaudeau, Le cellule staminali: dall’applicazione clinica al parere etico, in Pontificio consiglio per la famiglia,Famiglia e questioni etiche, volume 2, EDB, Bologna 2006, 309-418 (con una amplísima bibliografía actualizada).
3. Clonación
En estrecha relación con los dos ámbitos apenas considerados (reproducción artificial, células madre) ha surgido un amplio debate sobre la clonación humana, especialmente desde que en 1997 fuera publicada la noticia sobre la clonación de la oveja Dolly, y desde las ulteriores noticias sobre clonaciones conseguidas en otros mamíferos. El debate cobra una especial viveza ante noticias que aparecen de vez en cuando, algunas de las cuales han resultado ser un auténtico fraude, sobre posibles clonaciones de embriones humanos.
Numerosos países y la comunidad internacional en su gran mayoría han expresado su condena respecto del posible recurso a la clonación reproductiva, orientada a conseguir el nacimiento de seres humanos idénticos (al menos respecto del ADN en el núcleo) a otros seres humanos. Sin embargo, se ha producido división de opiniones a la hora de juzgar sobre la licitud o ilicitud de la mal llamada “clonación terapéutica” de embriones humanos.
¿De qué se trata? La “clonación terapéutica” sería una técnica con la que se obtendrían (hipotéticamente) embriones humanos destinados a “donar” (a través de su destrucción) células madre embrionarias, con las que se podrían realizar diversos experimentos, orientados especialmente a dos fines: para conocer mejor qué mecanismos químicos y de otro tipo explican la diferenciación celular en las distintas etapas de desarrollo embrionario; y para obtener células madre embrionarias con las que realizar cultivos celulares y transplantes con los que curar a personas enfermas, evitando los problemas de rechazo que suelen producirse si el ADN de las células o tejidos transplantados es distinto del que posee el sujeto beneficiado.
El juicio ético ante estas dos posibilidades es claro: nunca será correcto posesionarse del inicio de nuevas vidas humanas, como se haría con técnicas que, además de recurrir a la fecundación extracorpórea, estarían orientadas a imponer un ADN determinado a un embrión humano, que así sería tratado casi como si fuera un objeto o un animal de laboratorio. Es más grave la situación cuando no sólo se impone un ADN al embrión clonado, sino que además tal embrión es destinado a su destrucción (en la “clonación terapéutica”), como ha recordado de modo claro la instrucción Dignitas personae en los nn. 28-30.
Queda en discusión un procedimiento, todavía en fase experimental, de transferencia a un óvulo de un núcleo de una célula adulta que haya sido alterado, lo que permitiría, hipotéticamente, que el resultado de tal transferencia no llegase a ser nunca un embrión. Tal técnica recibe el nombre de ANT (Altered Nuclear Transfer). Ante esta nueva posibilidad ha de aplicarse el criterio de cautela: mientras no exista certeza de que el resultado de esta técnica no sea un embrión humano, tales experimentos no pueden ser llevados a cabo sobre óvulos humanos, como recuerda Dignitas personae en el n. 30.
Sobre el tema de la clonación y de algunas técnicas de transferencia nuclear, cf. M. López Barahona – S. Antuñano Alea, La clonación humana, Ariel, Barcelona 2002; Pontificia Academia pro Vita, Reflexiones sobre la clonación, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano 1997; F. Pascual, «Clonación, antropología y ética», Alpha Omega 10 (2007), 225-244.
4. Genoma humano, ingeniería genética y diagnóstico prenatal
El mundo de la biología está alcanzando notables progresos en el conocimiento del genoma humano y en aquellas técnicas que puedan introducir modificaciones en el mismo o en otros seres vivientes.
Estamos ante un tema novedoso, aunque en el pasado hubo formas más o menos serias para cruzar diversos tipos de plantas o animales, si bien se carecía de conocimientos sobre el ADN, su funcionamiento y sus posibilidades. En la actualidad, los laboratorios pueden modificar los cromosomas de plantas y de animales, sea en su origen (es decir, en los gametos que darán lugar a un nuevo individuo, o en el embrión en sus momentos iniciales), sea en sucesivas fases de desarrollo (con alteraciones de algunas células que no modificarían, en principio, la estructura de todo el organismo vivo, sino sólo la de algunos de sus tejidos u órganos).
La aplicación de estas técnicas en el mundo de las plantas y de los animales también es objeto de estudio de la bioética, que recomendará no poner en marcha aquellos experimentos que puedan provocar daños de gravedad en el equilibrio ecológico de una región o de todo el planeta. Al mismo tiempo, es necesario evitar miedos excesivos que puedan bloquear investigaciones bien llevadas (por ejemplo, sobre los organismos genéticamente modificados, OGM) orientadas a ofrecer importantes beneficios a un nivel de riesgo suficientemente bajo.
Respecto del ser humano, son válidas aquellas investigaciones orientadas a intervenir sobre el gen de algunas células de un individuo adulto para ayudarle a superar una enfermedad, en el respeto de los criterios que regulan la experimentación biomédica. Este tipo de actuación es conocida como terapia génica sobre células somáticas, y es considerado positivamente en la instrucciónDignitas personae (n. 26).
En cambio, es éticamente incorrecto la ingeniería genética cuando se aplica para modificar el ADN completo de un individuo (al intervenir sobre los gametos o sobre el zigoto) en orden a conseguir un ser humano adulto al que se le haya impuesto un cierto modo de ser, o intervenir en su información genética simplemente para “mejorarlo”, sin que exista ninguna necesidad médica para tal intervención. Sobre el tema contamos con el juicio autorizado de Dignitas personae, nn. 26-27.
Los estudios sobre el genoma humano han llevado a un notable progreso en las técnicas diagnósticas, incluso antes del nacimiento, para conocer aquellos factores de riesgo que predisponen o que provocan de modo inevitable enfermedades o defectos más o menos graves. El uso de este conocimiento en clave terapéutica (para ofrecer una ayuda a las personas en el decurso de su vida, incluso en la etapa prenatal) es perfectamente legítimo y promoverá una medicina mucho más precisa y personalizada. Pero es totalmente injusto usar los estudios genéticos para establecer discriminaciones y para aumentar una práctica ya presente en muchas sociedades: la que convierte el diagnóstico prenatal en una especie de sentencia de muerte, al recurrirse de modo casi automático al aborto eugenésico cuando se descubre en el hijo alguna enfermedad cromosómica.
A este respecto, es oportuno evocar las palabras dirigidas por el Papa Benedicto XVI a un congreso organizado por la Academia Pontificia para la Vida con el título “Las nuevas fronteras de la genética y el riesgo de la eugenesia” (21 de febrero de 2009):
“Es necesario confirmar que toda discriminación ejercida por cualquier poder sobre personas, pueblos o etnias en virtud de diferencias debidas a reales o presuntos factores genéticos es un atentado contra la misma humanidad. Hay que confirmar con fuerza la misma dignidad de todo ser humano por el hecho mismo de haber llegado a la vida. El desarrollo biológico, psíquico, cultural o el estado de salud no pueden convertirse nunca en un elemento de discriminación. Es necesario, por el contrario, consolidar la cultura de la acogida y del amor que testimonian concretamente la solidaridad hacia quien sufre, derribando las barreras que la sociedad levanta con frecuencia discriminando a quien tiene una discapacidad o sufre patologías, o peor aún, llegando a la selección y el rechazo de la vida en nombre de un ideal abstracto de salud y de perfección física”.
III. A modo de conclusión
Los retos que la bioética está llamada a afrontar son numerosos y exigen un trabajo continuo de actualización y de estudio para establecer puentes a través de los cuales hacer presentes a los hombres y mujeres de nuestro tiempo principios éticos y urgencias que afectan a millones de personas en el mundo contemporáneo.
Como vimos al inicio, la bioética necesita encontrar caminos eficaces para no sucumbir al estado de asedio en el que actualmente vive. La continua sucesión de noticias sobre descubrimientos científicos y las discusiones sobre tantos temas de frontera no pueden convertirse en motivos para perder de vista lo fundamental.
El núcleo de toda actividad médica y científica consiste en reconocer la dignidad de cada ser humano en las distintas fases de su existencia, lo cual permite elaborar aquella ética capaz de promover una medicina a la medida del hombre. “La confianza en la ciencia no puede hacer olvidar el primado de la ética cuando está en juego la vida humana” decía Benedicto XVI en el discurso, antes citado, del 21 de febrero de 2009.
La bioética sostendrá o promoverá, entonces, sistemas sociales y políticos atentos a la salud, al trabajo seguro y al ambiente; modos de vida y comportamientos en los que se conserve el patrimonio de la propia integridad física y psicológica. De este modo, se convertirá en el mejor aliciente de la “movilización general” (usando una fórmula empleada por Juan Pablo II en la encíclica Evangelium vitae, n. 95) que ayude a contrarrestar tantos signos de la cultura de la muerte, para que cada vez sea más real y concreta una auténtica cultura de la vida. Ese es quizá el mayor reto de la bioética, de ayer, de hoy y de siempre.