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La familia, escuela de valores

El niño es como una esponja que absorbe todo lo que se pone junto a su piel. Si a su lado encuentra cariño, será un niño cariñoso. Si a su lado encuentra vinagre, será un niño “avinagrado”. Mucho, muchísimo, depende de lo que le ofrecen quienes son responsables de su educación.

Los primeros encuentros de un niño se realizan en el seno de la familia y, más en concreto, en el contacto frecuente con la madre. La madre es la máxima “comunicadora” con el hijo, incluso desde el periodo embrionario, donde el contacto entre ella y el feto es de una riqueza enorme.

Existen estudios que muestran cómo el afecto materno en el periodo de la gestación puede llegar a influir en la vida de quien marcha hacia el esperado nacimiento. Además, desde el momento en el que el feto desarrolla el sentido auditivo, es capaz de escuchar la voz de su madre, y se habitúa al ritmo del latido del corazón, que es, quizá, el origen de nuestro entusiasmo ante los pasodobles y músicas interpretadas según el compás binario…

Después del parto, la madre sigue ocupando un papel privilegiado. En muchos pueblos todavía la lactancia se prolonga durante varios meses, e implica un encuentro cara a cara entre ese par de ojos que es un niño de pocos kilos, y la mirada tierna y amorosa, llena de afecto y de esperanza, de quien le dio a luz.

Desde el nacimiento y con el pasar del tiempo los contactos se van abriendo a más personas. En primer lugar, al padre, que comparte con la madre las fatigas y sobresaltos de las primeras semanas (y meses) y que besa y ama a quien es su hijo e hijo de su esposa. Luego, a los hermanos, los abuelos, los tíos y primos… Los lazos familiares van marcando las primeras experiencias y relaciones de quien entra en el mundo adulto lleno de ilusión y con un gran espíritu de “absorción”.

Los contactos iniciales marcan profundamente la vida del hijo y lo introducen en el mundo de los valores. La generosidad se aprende en el continuo constatar la disponibilidad del pecho de mamá para las horas (más inverosímiles) de comida o cena. La alegría se aprende de las sonrisas que aquí y allá van dibujándose en los rostros de quienes se acercan a la creatura y contemplan sus ojitos sorprendidos y curiosos. La justicia entra en la conciencia del niño cuando “descubre” cómo el padre y la madre se reparten las tareas de la casa, y cómo se mantienen firmes ante una indicación o mandato que no cambia por más sonoro que sea el llanto del hijo (cuando ese llanto obedece sólo al capricho y no a una auténtica necesidad personal); o cuando ve una coherencia entre lo que dicen sus padres (“es malo ver este programa de televisión”, “si fumas te arruinas los pulmones”) y lo que hacen.

El desarrollo de la propia vida ética depende también de otros factores, y se va configurando a lo largo de los años de la infancia, niñez, adolescencia, primera (y segunda) juventud, e incluso en la misma edad adulta. Pero lo que se ha sembrado dentro del hogar resulta ser de un valor extraordinario, muchas veces decisivo para el resto de la vida.

Por eso una familia que quiera un hijo feliz, un hombre maduro, debe prestar atención a esas primeras etapas, debe tomar conciencia del milagro maravilloso que se opera ante sus ojos: el ingreso en el mundo de los valores de un ser que mañana podrá ayudar, quiéralo Dios, a otros nuevos hombres y mujeres a ser felices como lo fue él gracias a unos padres que se amaban y que le amaban.

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